Esta historia de una mujer, Natalia o Columeta, contada por ella misma en un periodo azaroso y complejo de la historia de España es uno de los grandes clásicos de la literatura catalana. Publicado en los años 60, Mercè Rodoreda nos transmite con un lirismo, una sencillez y una indiscutible agudeza psicológica el perfil de una mujer que parece simple pero que, sin embargo, es uno de los grandes personajes femeninos de la literatura española del siglo XX.
Un texto lleno de símbolos, de autorreferencias que lo hacen redondo y coherente, de dominio expresivo, con un tono oral que engaña, pues, pese al predominio de este, el texto está cuajado de metáforas sencillas y profundas, tremendamente reveladoras del estado de ánimo de la protagonista. Un personaje sin fallas, alrededor del cual hay una familia, un barrio y una ciudad, la Barcelona del periodo previo, coetáneo y posterior de la guerra civil. Pero no se engañen, esta novela es compleja y sutil, no aporta datos históricos o sociales, no nos arroja tesis o caminos por los que transitar; todo lo contrario, es la historia de un ser humilde con sus problemas, sus miserias, sus escasas alegrías, y el contexto de esta mujer se contornea por la influencia que tiene en su vida, es decir, de un modo alusivo e implicatorio. Es el lento discurrir de la vida. Y para ello el manejo del tiempo del relato es, sencillamente, genial. Cómo olvidar la secuencia, casi al final del libro, en la que de un modo simbólico asocia la propia madurez con el lento caer, como plumas de paloma, de las hojas en otoño.
Dentro de ese cajón de sastre que es la novela de la posguerra, este libro ocupa una posición privilegiada por la fuerza del personaje y por la sutil muestra de la vida en una Barcelona humilde y trabajadora. Se podría estructurar en tres momentos históricos, el antes, el durante y el después de la guerra. O en sus dos matrimonios. Prefiero hacerlo en tres. Antes de la guerra vemos a una Natalia más inocente, con una candidez infantil y más bien descriptiva de la vida, el discurso es más simple pero no por ello menos sutil. Es el momento de conocer al Quimet, su primer marido, personaje manipulador con el que se muestra el contexto social en que vive la mujer de la época, tristemente oscurecido por un machismo estructural. De alguna manera, el palomar refleja la peripecia vital del matrimonio, pues en él se ve la dominación del marido y, por fin, el conato de rebelión, ya bien tardío de Columeta. Quimet y la última paloma tendrán así mismo un destino idéntico. Pero esto ocurrirá en la segunda parte de la novela, el periodo de la guerra. En este, el hambre y la desesperación, con pasajes tremendos, contados con una delicadeza y un sentido de la medida imponente, toman cuerpo como fuerzas motrices de Natalia. La tercera parte llega con el encuentro salvador con el tendero Antoni, que se hace cargo de ella y sus hijos, primero dándole trabajo, y luego casándose con ella. El Antoni es un ángel de la guarda, sin sexo, castrado físicamente pero inmensamente fecundo en darse a sí mismo. Sus hijos se adaptan a él perfectamente, pero será ella la que tenga problemas para lograr el equilibrio (la balanza cobra importancia como símbolo dominante), el discurso toma aquí ,dentro de la oralidad dominante, un tono más lírico, más metafórico. El lento fluir de la vida de Natalia, primero encerrada en casa, con agorofobia, y luego dando largos paseos en soledad se muestra con un discurso más desquiciado, sin eludir pasajes oníricos con sueños en forma de pesadilla, un discurso menos asentado, reflejo de la propia situación personal. El pasaje final, catártico y purificador, de vuelta al principio de todo, la Plaza del diamante, el retorno al origen con el efecto purificante del grito, redondea un libro que es, sin duda, una obra maestra que se sigue leyendo casi sesenta años después de su publicación. Y la vuelta a casa nos devuelve a una Natalia agradecida, cuya última palabra final referida a unos gorriones, ya no palomas, es contentos.
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