Si Santiago Lorenzo tiene una biografía peculiar, este libro, desde luego, lo supera. Nos encontramos ante un escritor (y cineasta) que va a ocupar un lugar señero en nuestras letras con seguridad. Su manejo del lenguaje, su creatividad, nos invitan a aseverar con seguridad lo dicho. En esta novela difícil de clasificar, pero transida constantemente por el humor y la experimentación verbal, el autor nos coloca frente a un personaje inolvidable, Manuel, una especie de Robinson Crusoe a la española, valleinclanesco, al que vemos en un proceso de decantación ("sucintidad", en palabras del propio Manuel) y que en su exagerada transformación nos va a mostrar muchos de los defectos de la sociedad actual.
Un altercado casual con un policía obliga al protagonista a tomar las de Villadiego y escapar a un pueblo abandonado de la Castilla vaciada llamado Zarzahuriel. Lo hace con la ayuda de su tío, único familiar al que verdaderamente aprecia y narrador de la historia. El hecho de que el tío sea el narrador nos permite ver al personaje desde fuera, con comprensión pero sin poder identificarnos plenamente con él, entre otras cosas porque ello es imposible. Pero la mirada comprensiva, afectiva, del tío hace que comprendamos y acompañemos al protagonista, a través de sonrisas constantes y un lenguaje desenfrenado y caústico.
Manuel huye por obligación y acaba apartándose del mundo por convicción. Su visión del mundo del cual somos partícipes es corrosiva y un triste reflejo de lo que a menudo somos, a veces sin quererlo. El invento, me atrevo a decir que único, prodigioso, genial, de la mochufa (esos seres que invaden el paraíso de soledad de Manuel) es el espejo deformante en el que nos vemos reflejados en mayor o menor medida. La mochufa como digo es una genialidad, un concepto inventado, una palabra nueva, que debería quedar plasmado para siempre en el diccionario. La mochufa es el hortera que llevamos dentro, el feísmo en las formas, la degradación constante en la que caemos sin darnos cuenta por caer en la insustancialidad, la hipocresía, las apariencias y el permanente deseo de mostrar a los otros lo felices que somos y lo que disfrutamos de la vida. Todo, por supuesto, adobado con una crítica a la tecnificación constante e idiotizadora dentro del marco natural y equilibrado que la mochufa se empeña, sin quererlo, sin mala intención, pero con un sobrecogedor y absurdo sinsentido, en destrozar.
Destaca en el libro el estilo. Abrumador, tronchante, creativo, con numerosos inventos sacados de una chistera que parece que no tiene fondo. Lorenzo es de la escuela de Quevedo, Valle, Mihura, Jardiel... Sus neologismos, de fácil comprensión, son innumerables y el discurrir del narrador envolvente y reiterativo. Es aquí donde le pongo el único pero al libro, una tachadura que no le quita valor al libro, pero que para mi gusto puede sofocar al lector y reconozco que en mi caso así ha sido en alguna ocasión. Las vueltas constantes a unos mismos motivos o ideas llegan a cansar.
Por último, me gustaría destacar la bella relación entre el tío y el sobrino. El tío es el transcriptor de las aventuras de Manuel, pero también es su hilo de comunicación con el exterior y su apoyo constante. El final de su relación es el lógico dado el proceso de desaparición de Manuel, pero está teñido de una sentimental pincelada, matiz por otra parte del que el libro no es pródigo, pero que finiquita a la perfección la novela.
Y nada más que contar, un abrazo del Criticón Lector.
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