Uno de los placeres lectores más infravalorados es el de volver a las lecturas que en la infancia o juventud nos subyugaron. A menudo suele decirse que aquellas lecturas se nos vuelven fútiles, de escaso valor estético o literario y esos mismos comentarios abundan en la decepción de aquello que teníamos idealizado. Confieso que me ha pasado en alguna ocasión, pero generalmente lo que ocurre es que uno se retrotrae como por encantamiento a aquellos años en que cada lectura era un descubrimiento, un hallazgo, y, sobre todas las cosas, una forma de moldear el carácter con el que viajamos por los azarosos caminos de la vida. Entre estas novelas están, cómo no, las de Julio Verne. "Escuela de Robinsones" es una de esas que me quedó por leer en aquellos años de sueños y trementina.
La lectura de estos libros siempre es agradable. Se trata de una novela de formación o bildungsroman tramposilla mezclada con la aventura pura y dura. El protagonista se ve obligado a aprender tras quedar varado en una isla desierta y a tener que subsistir acompañado del cobarde y ridículo profesor de baile Tartelett. La isla pondrá a prueba su valentía y, sobre todo, su ingenio para solucionar problemas de tipo práctico y capacidad de trabajo para realizar las tareas.
El problema del libro es que es previsible. Desde el principio imaginamos el desenlace. Su gran acierto es que a pesar de ello es un libro entretenido, repleto de retazos de humor y en el que el contraste entre Tartelett y el joven Gottfrey realzan de manera dialógica las virtudes del aprendizaje. El humor y el ritmo, por otro lado, es otra de las excelencias del libro.
Lectura gozosa, muy apta para jóvenes, Verne siempre es un acierto para viajar sentado en la butaca. Quizá esta no sea una de sus obras señeras, pero merece la pena perder alguna tarde para disfrutar como observador de las vicisitudes de estos personajes en pleno Océano Pacífico.
Y nada más. Saludos afectuosos. El Criticón Lector.