La tercera parte de la saga del Capitán Alatriste sigue siendo, como el resto de sus antecesoras "El capitán Alatriste" y "Limpieza de sangre" una novela de lectura fácil y entretenida, sin grandes alardes, pero con una voluntad de estilo más patente, quizá por el hecho de que Iñigo, el joven narrador testigo, se va haciendo mayor y los recuerdos de este deben ir en consonancia a la forma de narrarlos.
La novela tiene una temática bastante diferente a las anteriores por su perspectiva e intención. En cuanto a la perspectiva, Iñigo, ya joven mochilero de la temida infantería española, es un adolescente que empieza a tener una voz propia, que empieza a juzgar al capitán sin la dosis de admiración que se entreveía en las novelas anteriores, aunque todavía presente y mucho. Pero lo que de verdad evidencia un giro a las novelas que la preceden es la intención y la voluntad totalizadora de esta obra. Aquí ya no se trata de contar unas aventurillas entre el capitán, sus amigos y sus archienemigos malos malísimos, sino que se pretende mostrar la vida en las trincheras, la vida del soldado, verdadero héroe invisible de toda guerra. Se nos enseña el mapa de la vida y su delicada frontera, la muerte, en tiempos de guerra, con esa dosis de heroísmo fatalista y resignado que le gusta dar a Pérez-Reverte a sus personajes. Por tanto, si las otras novelas eran novelas de acción, de aventuras para entretener, esta tiene una voluntad más solemne y abarcadora y un estilo más cuajado y trabajado, sin los excesos que impidan reconocerla como una obra de fácil lectura, como al principio reconocí.
La novela adolece, a mi juicio, de excesivo fervor patriótico, a la manera de esas novelas románticas en las que la fiel infatería, dura como el acero era el látigo de Europa. Pero es un fervor muy a la manera de Pérez-Reverte, con un gusto por lo antiheroíco, por el deseo de mostrar lo que de contradictorio y soberbio tenían los sufridos personajes de la novela. Pérez-Reverte mitifica a la soldadesca, pero lo hace de una manera realista y cruel, porque lo que realmente hace el autor es sublimar la guerra y al hombre que de ella es capaz de salir airoso y altivo. Novela en la que se nos quiere mostrar, con truculencia a veces, lo que el autor ya ha visto en sus viajes como reportero de guerra: la lucha por la supervivencia pura y dura.
"También recuerdo el orgullo. Entre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntase el miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber del soldado para con Dios o con el Rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en vez de entregarla como oveja en el matadero. Hablo de conocer, y aprovechar, que raras veces la vida te ofrece ocasión de perderla con dignidad y honra". Como se puede comprobar, pura mitificación del ardor guerrero y de todo lo que ello conlleva.
En definitiva, un fresco de la España de la época untado con la seductora pátina del desencanto, que Pérez-Reverte no esconde es un trasunto de la de hoy, en la que los buenos vasallos se ven abocados a la lucha por los malos gobernantes: "...Que si es mucha verdad que nuestra pobre España no tuvo nunca ni justicia, ni buen gobierno, ni hombres públicos honestos, ni apenas reyes dignos de llevar corona, nunca le faltaron, vive Dios, buenos vasallos dispuestos a olvidar el abandono, la miseria, y la injusticia, para apretar los dientes, desenvainar un acero y pelear, qué remedio, por la honra de su nación". Una España ruin y envidiosa, cainita en el poder a la que se le contrapone esa España real, mítica, del tercio de Cartagena, formado por soldados de todas las Españas, y que lucha en lo fatal como un solo soldado. Cualquiera que conozca al Pérez-Reverte articulista puede reconocerlo en este pasaje narrado por Iñigo Balboa.
En cuanto a Alatriste, se enfatiza su imagen fija ya conocida. Un personaje muy literario, con unas cualidades muy estilizadas y algo planas, pero muy efectivas: la frialdad profesional, su lucidez amarga y desencantada, su estoicismo resignado, en fin, su indiferencia ante la vida, quebrada por accesos de escondido sentimentalismo. Un personaje conseguido que sigue tomando forma y que por mérito del autor se ha convertido en símbolo de una época.
Para concluir, el autor utiliza ciertos artificios narrativos que denotan ese interés que mencionamos al principio por dotar de complejidad a una saga que estaba derivando a la novela juvenil, dicho sea sin el más mínimo desprecio. Estos artificios estructurales son la nota del editor final, que aporta un punto de misterio a futuras novelas por la desaparición del Capitán Alatriste de obras literarias y pictóricas conocidas como probable sanción a algo desconocido, pero que seguro se desvelará. Como siempre, la España ingrata que se despreocupa de aquellos que la han defendido. El juego narrativo, como es lógico, se nos ofrece tomando como referencia la famosa pintura de Velázquez de "Las Lanzas de Breda". Un saludo atento del criticón lector.